Racismo, cultura y poder en Bolivia. José Gregorio Linares

José Gregorio Linares. Historiador. Profesor de la Universidad Bolivariana de Venezuela, Profesor Investigador de la Escuela Venezolana de Planificación.

 El racismo es un componente fundamental del sistema de valores de la oligarquía boliviana, y está en la base de la violencia simbólica y material ejercida contra los indígenas a lo largo de la historia. Es ejercido a través de los aparatos educativos e ideológicos, de las instituciones y de las fuerzas represivas.

De modo que no resulta extraño que en pleno siglo XXI la violencia contra los indios bolivianos y su cultura emerja desde lo más profundo de la psique reptiliana y las bajas pasiones de la elite blanca. No es casual que la saña seminal adquiera las formas más espantosas de terrorismo contra los indígenas y contra un gobierno presidido por un indio de origen popular que promueve la defensa de la cultura de los pueblos originarios.

El legado racista europeo

La casta blanca y sus herederos expropiaron por la fuerza los medios de producción a los indios en Bolivia y encarnan el feroz discurso antiindígena de los doctos colonizadores europeos desde el siglo XVI hasta la actualidad. Del científico francés Cornelio De Pauw (1739-1799) quien habla de “los animales vulgarmente llamados indios” y sostiene que “los indios del Nuevo Mundo son siervos por naturaleza”. Del sacerdote jesuita Filippo Salvatore Gilij (1721-1789) que afirma que “Las naciones indias son naciones estúpidas”. Del naturalista francés Buffon (1707-1788), quien sentencia: “El indio es un animalazo frío e inerte; inexperto, impotente y débil”. Del filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), que asegura: “Los indios son una subraza no bien formada todavía. Sus pueblos no son susceptible de forma alguna de civilización. Representan el escalón el más bajo de la humanidad”. Del economista francés Turgot (1727-1781), quien dice que los “salvajes de América pertenecen el estadio infantil de la humanidad”. Del pensador alemán Federico Hegel (1770-1831), que asevera: “Los aborígenes americanos son una raza débil en proceso de desaparición. Sus rudimentarias civilizaciones tenían que desaparecer necesariamente a la llegada de la incomparable civilización europea”. Del sociólogo francés Augusto Comte (1798-1857) quien afirma que los indios son “voraces, escasamente eróticos, imprevisores, invenciblemente reacios a todo trabajo regular, están privados de religión y su vida es profundamente triste”.

El racismo como cultura

Desmontar este andamiaje cultural antiindígena no es tarea fácil porque en él se cimienta todo el régimen de explotación y hegemonía de la oligarquía boliviana y los supremacistas extranjeras que la apoyan. Así, todo el sistema educativo (escuelas, universidades, medios de comunicación, iglesia católica y protestante, etc.), represivo (fuerzas militares, policiales y paramilitares) e institucional (poderes públicos, instituciones, legislación, empresas, etc.) de la élite blanca  promueve y favorece esta cultura de odio y desprecio. Sin ese apoyo ideológico, toda su red de poder político, económico, judicial y su sistema de creencias, convencionalismos sociales e ideología se vendrían abajo. 

El racismo es -para decirlo con una frase de Wilhelm Reich tomada de Psicología de masas del fascismo-“una ideología que se convierte en una fuerza material”, es decir, una fuerza ideológica que se hace hegemónica porque una élite intelectual, unas clases dominantes y un Estado segregacionista lo sistematizan, institucionalizan, defienden e imponen. Por esa razón, dice Evo Morales: “Antes de 1952 a los indios no se le permitía ni siquiera entrar en las principales plazas de las ciudades, y casi no había políticos indígenas en el Gobierno hasta finales de 1990”.

Por tanto, los hechos acaecidos en Bolivia nos enseñan que no es suficiente tomar el poder político y transformar la estructura del Estado. Ni siquiera se trata solamente de empoderarse del aparato económico y generar bienestar a las mayorías. El tema es eminente cultural y hegemónico: si por cultura entendemos no solo las artes y las distintas formas de producción de la vida material, sino también el sistema de valores y creencias; y por hegemonía el sistemático ejercicio del convencimiento que busca ganar la mente y el corazón de la gente para que favorezca determinados proyectos políticos. De lo que se trata, en definitiva, es del contrapunteo entre dos modelos civilizatorios y culturales: el supremacista y el emancipador.  

La respuesta de los pueblos

En consecuencia, es indispensable avanzar en el proceso de fortalecer e irradiar una cultura emancipadora que: 1) desmonte la base de sustentación de las culturas de la opresión fundadas en discursos racistas y supremacistas; 2) promueva un sistema de valores que defiendan la igualdad, la tolerancia, la democracia y la justicia social, 3) reivindique la autoestima colectiva de los pueblos que han sido marginados, y 4)  articule esta cultura de resistencia a la defensa de un país y de un proyecto liberador, para fortalecer la noción de Patria y soberanía.

En palabras del Vicepresidente de Bolivia Álvaro García Linera esto significa ejercer la hegemonía cultural, es decir, suscitar “cambios drásticos en el orden y los esquemas mentales con los que las perso­nas interpretan, conocen y actúan en el mundo, en las ideas, en los pre-conceptos e inclinaciones morales dominantes de las perso­nas”. Pues preveía que de lo que se trataba era fundamentalmente de lograr “la transformación del mundo simbólico de las personas, de construir un poder ideológico, un lide­razgo moral y una conducción política para la inmensa mayoría de la sociedad movilizada”. Y esto se debía lograr, nos decía, “principalmente por medio del conocimiento, la disuasión, la convicción lógica, la adhesión moral y el ejemplo práctico”. (Álvaro García Linera, ¿Qué es una Revolución?)

Ahora bien, romper con la cultura de la opresión no es fácil pues está enraizada: en el cerebro reptiliano de las capas económicas dominantes que se favorecen de ello; en la subcultura de  las clases medias que han usufructuado también los beneficios de disponer del indio como mano de obra sumisa e inteligencia subordinada; en la cultura corporativa de las instituciones públicas y privadas, civiles y militares que históricamente han ejercido racialmente el poder; y en el imaginario de algunos sectores indígenas que han asimilado el discurso discriminatorio.

Este discurso racista es como un bacilo agazapado que se nutre con la sangre indígena y popular, infecta todo el cuerpo social, y lo envenena todo, especialmente las ideas, los impulsos primarios, las actitudes, los comportamientos y  las emociones.

Pero Bolivia es una nación mayoritariamente indígena, cuyo pueblo de piel cobriza ha recuperado la memoria histórica, está reivindicando su cultura ancestral y fortaleciendo su esperanza. Por eso sale a la calle y enfrenta la jauría racista que los quiere someter. Asume que su código de ética (de origen inca) es diametralmente opuesto al de sus opresores y se resume en el siguiente lema: “No mentir, no robar y no holgazanear”. Igualmente reivindica el principio del poder obediencial, que significa que quienes gobiernen deben ser voceros del pueblo: gobiernan obedeciendo el mandato popular en un proceso dialéctico  de continua revisión, rectificación, reimpulso y creación heroica. Por tanto, Evo Morales y los movimientos indígenas volverán al poder, vencerán a los racistas, ejecutarán un programa exitoso para abatir sistemáticamente el racismo y propiciarán la cultura de la emancipación.
Caracas, viernes 22 de noviembre de 2019

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